Ana y los lobos

La protagonista de la película es, obviamente, Ana (Geraldine Chaplin), una joven británica contratada como institutriz en una apartada residencia. Allí, Ana se topa con una familia severamente disfuncional en la que destacan tres hijos en edad madura, uno de ellos casado y padre de las tres niñas que se supone Ana ha de cuidar e instruir. El grueso del metraje, sin embargo, se centra en la interacción de Ana con los tres hijos adultos, los tres lobos que la acechan con maneras más o menos disimuladas: Juan (José Vivó), un acosador sexual que pronto se encapricha de ella, José (José María Prada), a quien solo le interesa su colección de uniformes y armas, y Fernando (Fernando Fernán-Gómez), un místico y eremita distanciado en apariencia del resto de la familia.

Octavo largometraje de Carlos Saura que continúa siendo a fecha de hoy uno de los más renombrados. Clausura en buena medida la serie de alegorías sobre el franquismo iniciada con Peppermínt frappé (1967), aunque la sutileza de su crítica a la dictadura propició que se estrenase sin demasiados problemas con la censura. Vista medio siglo después, continúa sorprendiendo la habilidad de Saura para hablar con claridad de las estructuras sociopolíticas de poder de la dictadura y su reflejo en las dinámicas familiares y de género, y, al mismo tiempo, cómo sobrevuela la ficción un ánimo fabulador, de irrealidad, que da lugar a una gran belleza plástica en algunos momentos, por más que Ana y los lobos tenga uno de los finales más lacónicos -y brutales- de la historia del cine.

(…) Saura no es un demagogo y sabe que nada es sencillo, ni siquiera en nuestra relación con los opresores y, por otro lado, «Ana representa un nuevo modelo de feminidad: el de la mujer cosmopolita, autoconsciente, independiente, intelectualmente indagadora» (1). En segundo lugar, el trabajo de realización y montaje es notable. Desde la llegada a pie de Ana a la casa donde trabajará hasta la levitación de Fernando, pasando por la tensa parrillada campestre y el descubrimiento de la muñeca enterrada, Ana y los lobos sabe transmutar sin esfuerzo lo naturalista en una suerte de realismo mágico que permite citar a Luis Buñuel.

El mérito radica en la posición de la cámara, que alterna respecto de Ana -y, por tanto, los espectadores recién llegados como la joven a la mansión encantada por una maldición de cuarenta años-, la naturaleza de cómplice, testigo, presencia equidistante y hasta enemigo. Hay momentos brillantes en ese sentido, secundados por la cegadora fotografía del gran Luis Cuadrado: el seguimiento de Ana cuando sale al balcón, una vez ha conseguido que José le deje deshacer su maleta en paz; el deambular nocturno de Juan por la casa tras desear buenas noches a Ana; los disparos de José contra un pájaro mecánico y el súbito cambio de atmósfera en el diálogo que sostenía con Ana, materializado en un inquietante juego de plano/ contraplano … Conviene recordar que Saura fue un director relevante en el seno del cine español por su temperamento crítico pero, también, por saber pensar en imágenes como pocos antes o después de su aparición. Elisa McCausland y Diego Salgado en Dirigido por nº 538 (Abril 2023)

(1) REINST ÁDLER, Janett (2021): «Cuentos crueles. La repres(entac)ión de alteridad en el nuevo cine de Carlos Saura», en Estudios Culturales Hispánicos, nº 2, Ratisbona: Centro de Estudios Hispánicos de la Universidad de Ratisbona, pág. 38.